El enorme animal andaba sin cuidado por el bosque, sin saber que una bestia quizás peor lo estaba acechando. Cuando se alzó sobre sus dos patas para golpear una colmena, el cazador vio su oportunidad presentarse. De un sigiloso salto lo abrazó desde atrás clavando su daga en el cuello del animal, ensordeciendo sus gruñidos y mitigando la fuerza de su defensa. En unos pocos minutos yacía muerto al pie del árbol y su cazador, un poco decepcionado, pensaba que los osos ya no eran los de antes.
De un tirón
subió el cadáver a su espalda y caminó una distancia considerable con él a
cuestas. Después lo depositó en su carromato, tirando de él como si fuera una
simple cuerda, sin mostrar signo de esfuerzo.
Concentrado
como estaba en su tarea, planeando despellejar y conservar la carne, apenas
percibió ese olor, que hizo erizar los pelos de su nuca como en los viejos
tiempos.
Muerte.
Obedeció a
su nariz y se dejó envolver por el remoto aroma. Y sólo cuando todo su cuerpo
encontró una dirección, emprendió la carrera con esperanza. Aún podía oír los
débiles latidos de un corazón.
Lo que encontró no fue agradable. Una hembra
fenikaganial con cortes profundos en sus muñecas y tobillos, tirada sobre el
suelo. Estaba prácticamente bañada en su propia sangre. La Tierra comenzaba a
reclamarla, unos verdes brotes ya abrazaban su vientre.
Sangre
fenikaganial sobre la Tierra ,
solo podía traer malos augurios. Siendo la raza predilecta de la naturaleza, no
podía comprender quien habría hecho algo así.
Se agachó y
con su daga pinchó su propia palma.
-No, Guerrero.
Levantó los
ojos y vio un espíritu fenikaganial residente en el árbol.
-Conoces la ley, Viejo. Es mía.- Esta
vez, sacó sangre de su palma.
-Agoniza.- Respondió el árbol en un
silbido.
-Ya no.- Colocó una gota de su sangre
sobre cada herida y estas comenzaron a cerrarse. La hembra había perdido
demasiada. Iba a tomar tiempo.
El bosque
silbó, agitando las ramas de los arboles. El guerrero Tecagalum no supo si por
alegría o por decepción. El no era fenikaganial, no comprendía el idioma de la
naturaleza. Los nuevos brotes re destinaron su crecimiento sobre el suelo,
soltando el cuerpo femenino a su nuevo dueño. El guerrero lo tomó con un
cuidado exagerado y recorrió el camino de vuelta hacia su artefacto.
Se había
desviado demasiado. Muy lejos estaba de su dominio. Iba a tomarle dos largos
días volver a su territorio.
Viendo el
cuerpo fláccido de la hembra que comenzaba a ganar color, se preguntaba si ese
impulso suyo habría valido la pena.
Sus días de
guerrero habían terminado hace mucho. Ya
no era bienvenido en aquella parte de la Tierra.
Nada bueno
podía salir de contrariar a un espíritu. Pero cosas mucho peores salen de
sangre fenikaganial alimentando la
Tierra. Él ya lo había visto.
Se sabía
que esa raza tenía dones especiales. Él no sabía todos, pero se decía que
tenían la capacidad de amansar fieras, de modo que era muy difícil hacerles
daño. También se decía que conocían el arte de la naturaleza y que comprendían
lo que decía el viento. Eran seres joviales y atentos. Y habían sido degradados
hace miles de años a una raza esclava. El Tecagalum no sabía porqué.
Tenía que carnear al enorme animal que
dejó esperando, y era necesario dejar secar su piel. Y ahora más, que tenía consigo a una hembra.
El imaginaba que probablemente tendría más frío que él. Así que antes de partir a su territorio
permitido, saló la carne conseguida y dejó secar la enorme piel, mientras la hembra fenikaganial descansaba en su
transporte. El creía que iba a despertar en un día o dos. Había estado a punto
de morir y su sangre la había salvado. Parte de sí mismo estaba en ella ahora.
Su vida le pertenecía.
Aún cuando todavía olía a muerte.