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El guerrero salió de su introspección cuando el ruido de dientes castañeando lo distrajeron.  Migáneal tenía frío. 
Y no decía una palabra. 
No supo que lo enfurecía más, si el hecho de que él no se hubiera dado cuenta o que ella ni siquiera le avisara. Al no ser su esclava la liberaba, pero también se libraba de su responsabilidad con ella. Los amos cuidan sus esclavos, los esclavos no tienen nada. O por lo menos nada que otros vieran. Ella venía sembrando enredaderas durante el recorrido, pero ninguna lograba abrigarla tiempo suficiente. Jamás había ido tan hacia los polos y el clima allí realmente era escarchado, el aire comenzaba a lastimar. El guerrero emfurecido, tomó la piel de oso y envolvió el cítrico cuerpo de la fenikaganeal. Y ella tembló aún más. No supo si de miedo o por el contacto de esa fuerza.
-Vivo en un lugar muy frío- dijo el guerrero.
-¿Cómo debo llamarte?- preguntó la hembra, cansada de pensarlo como matador. Era evidente que iban a pasar tiempo juntos.
-No me dieron nombre. Ponme tu uno, si lo necesitas.- Y con estas palabras, dejó tan completamente atónita a Migáneal que no volvió a hablar por otro día.
 ¿Qué clase de personas no le dan nombre a los nuevos? 
¿Cómo se diferencian? ¿Tan poca conversación hay?
 O tal vez ella no comprendía su raza. Sabido era que no comprendía a los Seníkelas, podía pasar lo mismo con los guerreros.
Los Seníkelas era una raza que hablaba poco o menos, pero de alguna manera se comprendían entre ellos, como si supieran algún código secreto. En cambio, los fenikaganeal hablaban muchísimo, entre ellos, con las plantas, con el viento, consigo mismos, con el agua. Siempre había cosas que contar. Noticias que transmitir. Y en ese divagar de pensamientos, se acordó que su compañero de viaje no tenía un nombre… y que ella podía ponerle uno.
Ese hombre olía a agua, a agua y lluvia… y tierra mojada. Lo equivalente a un nido para ella.
Tratando de oír el consejo del viento, sintió que podía confiar en este guerrero. Además, su sangre no le permitía alejarse.
Empezó cantando un arrullo, una canción para el alma torturada de ese tekagalum que se envolvía en soledad. Soledad que ahora le era negada. El baile de las hojas de los árboles, acompañaba el rítmico vibrar de la voz de Migáneal, Y el guerrero se dejo envolver por ese sonido. Abrigado en esa melodía.
-Nessgalum.-sentenció ella.
El guerrero detuvo su marcha para mirarla. Y luego siguió. Sin que un solo músculo del rostro mostrara emoción.
-Si no te gusta, puedes decirlo. No hace falta el silencio.- dijo decepcionada Meganeal.
-Me gusta como suena en tu boca.- respondió el guerrero, provocando que el corazón de la hembra se disparara con velocidad. Al escucharlo, sin voltearse, sonrió.

Si la hubiera mirado, sabría que ella también sonreía.

Lazos

Los guerreros tecagalum eran reclutados en su mundo para expediciones interestelares. Era un raza en esencia militar y contaba con todos los atributos para ello. Su fuerza era excepcional y eran asombrosamente rápidos. Sanaban por sí mismos, lo que los hacía prácticamente inmortales, pero su sangre podía también salvar a otros. Eran depredadores, y su lealtad era incuestionable. Soldados fieles, y contradictoriamente respetuosos de la vida. No mataban más que por honor o hambre.


Pasaron cuatro días antes de que la hembra abriera sus ojos. El guerrero había emprendido ya la marcha a su hogar, pero se detuvo apenas percibió en el aire su fuerte aroma a menta y limón.
Ella supo lo que había ocurrido, apenas los ojos del guerrero tocaron los suyos. Levantándose, le tomó dos buenos minutos enfrentarlo erguida.
La ley impedía que ella iniciara la conversación, por lo que tuvo que esperar varios minutos más hasta que el guerrero terminó de examinarla.
.-Sanaste muy lento- dijo el guerrero.
Aunque se sentía ofendida, el primer impulso de la hembra fue disculparse. Pero una fuerza interior diferente la hizo valorar su vida. Volver de la Muerte nunca es lento.

-Mi nombre es Migáneal.- dijo la hembra.
El guerrero percibía su propio aroma salir del cuerpo de ella.
-Mi sangre está en ti.- dijo el guerrero.
Si alguien salvaba la vida de otro, esa vida era tomada como propia, y a menos que se liberase de ese deber, el salvado se convertía en la sombra de su salvador. Era una promesa tácita de honor.
-Puedo sentirla. Me debo a ti.- dijo ella.
Extrañamente esas palabras lastimaron el orgullo del guerrero, sentía la necesidad de protegerla, aún cuando no tenía claro de qué, no iba a forzarla a acompañarlo.
-Los tekagalum no necesitan esclavos, eres libre de irte.- dijo el guerrero.
Los ojos de la hembra fenikaganial se iluminaron. Después de una inclinación de cabeza, emprendió el camino de regreso. El guerrero, a su vez, siguió su camino.
Sin embargo, las fuerzas de los destinos no iban a permitir que estos dos se desembarazaran el uno del otro. Cuando entre ambos hubo al menos, cuatro metros de distancia, un extremo y repentino dolor los hizo caer de rodillas. Instintivamente retrocedieron, y en cuanto más se acercaban, más el dolor disminuía. La sorpresa y confusión empezó a rodearlos.
El guerrero llenó sus pulmones cuando el aroma de menta y limón llegó a su nariz. Y hubo paz.

El tekagalum buscó a su hembra, la levantó del suelo, y la depositó (con exagerada suavidad) sobre su carro. Sin decir una palabra, siguieron el camino, juntos. Con una gran mezcla de resignación y alivio.

Arrebatando a la Muerte.




 El enorme animal andaba sin cuidado por el bosque, sin saber que una bestia quizás peor lo estaba acechando. Cuando se alzó sobre sus dos patas para golpear una colmena, el cazador vio su oportunidad presentarse. De un sigiloso salto lo abrazó desde atrás clavando su daga en el cuello del animal, ensordeciendo sus gruñidos y mitigando la fuerza de su defensa. En unos pocos minutos yacía muerto al pie del árbol y su cazador, un poco decepcionado, pensaba que los osos ya no eran los de antes.
De un tirón subió el cadáver a su espalda y caminó una distancia considerable con él a cuestas. Después lo depositó en su carromato, tirando de él como si fuera una simple cuerda, sin mostrar signo de esfuerzo.

Concentrado como estaba en su tarea, planeando despellejar y conservar la carne, apenas percibió ese olor, que hizo erizar los pelos de su nuca como en los viejos tiempos.

Muerte.

Obedeció a su nariz y se dejó envolver por el remoto aroma. Y sólo cuando todo su cuerpo encontró una dirección, emprendió la carrera con esperanza. Aún podía oír los débiles latidos de un corazón.
 Lo que encontró no fue agradable. Una hembra fenikaganial con cortes profundos en sus muñecas y tobillos, tirada sobre el suelo. Estaba prácticamente bañada en su propia sangre. La Tierra comenzaba a reclamarla, unos verdes brotes ya abrazaban su vientre.
Sangre fenikaganial sobre la Tierra, solo podía traer malos augurios. Siendo la raza predilecta de la naturaleza, no podía comprender quien habría hecho algo así.

Se agachó y con su daga pinchó su propia palma.
-No, Guerrero.
Levantó los ojos y vio un espíritu fenikaganial residente en el árbol.
-Conoces la ley, Viejo. Es mía.- Esta vez, sacó sangre de su palma.
-Agoniza.- Respondió el árbol en un silbido.
-Ya no.- Colocó una gota de su sangre sobre cada herida y estas comenzaron a cerrarse. La hembra había perdido demasiada. Iba a tomar tiempo.

El bosque silbó, agitando las ramas de los arboles. El guerrero Tecagalum no supo si por alegría o por decepción. El no era fenikaganial, no comprendía el idioma de la naturaleza. Los nuevos brotes re destinaron su crecimiento sobre el suelo, soltando el cuerpo femenino a su nuevo dueño. El guerrero lo tomó con un cuidado exagerado y recorrió el camino de vuelta hacia su artefacto.
Se había desviado demasiado. Muy lejos estaba de su dominio. Iba a tomarle dos largos días volver a su territorio. 
Viendo el cuerpo fláccido de la hembra que comenzaba a ganar color, se preguntaba si ese impulso suyo habría valido la pena.
Sus días de guerrero habían terminado hace mucho.  Ya no era bienvenido en aquella parte de la Tierra.
Nada bueno podía salir de contrariar a un espíritu. Pero cosas mucho peores salen de sangre fenikaganial alimentando la Tierra. Él ya lo había visto.
Se sabía que esa raza tenía dones especiales. Él no sabía todos, pero se decía que tenían la capacidad de amansar fieras, de modo que era muy difícil hacerles daño. También se decía que conocían el arte de la naturaleza y que comprendían lo que decía el viento. Eran seres joviales y atentos. Y habían sido degradados hace miles de años a una raza esclava. El Tecagalum no sabía porqué.

Tenía que carnear al enorme animal que dejó esperando, y era necesario dejar secar su piel.  Y ahora más, que tenía consigo a una hembra. El imaginaba que probablemente tendría más frío que él.  Así que antes de partir a su territorio permitido, saló la carne conseguida y dejó secar la enorme piel, mientras  la hembra fenikaganial descansaba en su transporte. El creía que iba a despertar en un día o dos. Había estado a punto de morir y su sangre la había salvado. Parte de sí mismo estaba en ella ahora. Su vida le pertenecía.

Aún cuando todavía olía a muerte.